sábado, 15 de septiembre de 2007

La invasión de los ultracuerpos



En 1956 Don Siegel adaptó a la pantalla la novela de Jack Finney "La invasión de los ladrones e cuerpos". La película resultante no solo es un clásico indiscutible de la ciencia ficción, y una película todavía hoy capaz de generar gran tensión durante el visionado, sino que además, tuvo dos remakes y pronto nos llegará el cuarto (con Nicole Kidman nada menos).
Sin embargo, el único remake que ha conseguido rescatar la atmósfera de tensión, desconfianza, fragilidad y soledad es el que nos ocupa, La invasión de los ultracuerpos, dirigida por Philliph Kaufkman en 1978 y protagonizada por Donald Sutherland, Brooke Adams, Jeff Goldblum y Leonard Nimoy (en un sorprendente y competente papel). Se considera esta película como uno de os pocos remakes de calidad, junto con las mencionadas "La mosca" o "El beso de la pantera".
San Francisco. Elizabeth Driscoll es una científica que recoge en un parque unas extrañas flores, de una clase que jamás ha visto. De noche, deja una de las flores en un vaso de agua, junto al lado de la cama de su marido Jeffrey, un tipo vivaracho, despierto, simpático y fanático del fútbol.
Por la mañana, Elizabeth despierta a tiempo para descubrir a Jeffrey entregando una bolsa de basura al servicio de basureros. Y a partir de entonces, el comportamiento de Jeffrey cambia por completo: no parece interesado ya ni en el fútbol ni en su esposa, y se reúne durante el día con extraños grupos de personas... asustada por el drástico cambio, Elizabeth le explica la situación a su amigo Matthew (Sutherland) del ministerio de Sanidad, que comienza a investigar junto con su amigo escritor, Jack Belicec, y su esposa. A la vez, temiendo que Elizabeth esté pasando por una crisis, le presenta a su amigo, el psiquiatra David Kibner (Nimoy) que le explica que varios pacientes sin ninguna relación entre si han acudido a él con una historia, según la cual, un pariente cercano suyo ya no es la persona que era.
Matthew continúa con su investigación, y pronto tendrá motivos para preocuparse: nadie parece tomarse el tema en serio, las personas que dijeron que sus familiares habían cambiado rectifican su actitud, y finalmente, Jack encuentra en la sala de baños turcos que regenta junto a su esposa, un cadáver a medio hacer, que presenta sus mismas características físicas...
La pèlícula presenta un tema tan antiguo como el mismo hombre: la usurpación de la identidad. Está claro que esas extrañas flores provienen del espacio, y que son seres inteligentes cuya función es absorber los cerebros humanos y duplicar así los cuerpos... lo único que los protagonistas tendrán que hacer es huir de la ciudad e intentar no ser tomados por locos... si es que queda alguien en la ciudad que sea lo que aparenta ser. Esos brillantes planos de Sutherland caminando por las calles y chocándose con personas que caminan ausentes, sin reparar en él, mientras oímos en off sus conversaciones con las autoridades, que por supuesto, no le creen, o el hombre que resulta atropellado mientras intenta avisar del peligro inminente que corren (el actor que interpretaba al protagonista de la versión de 1956) y después, desaparece sin que a nadie le importe. Estamos incomunicados en una sociedad donde la gente ya no se preocupa más que por su propio pellejo, ya no buscan relaciones sociales, y procuran por todos los medios evitar intervenir en asuntos que no les competen, como explica el doctor Kibner a Elizabeth. En medio de ese San Francisco frío y despersonalizado, solo unas pocas personas se dan cuenta de que quienes les rodean ya no son humanos. La insensibilización y la soledad son la tumba de nuestra especie, parece querer decirnos Kaufkman, mientras que la extraña raza extraterrestre que ha venido a ocupar nuestro planeta ha sobrevivido a lo largo de varias eras de viaje por el espacio porque han aprendido que lo importante es la raza, no el individuo.
Excepcional obra maestra sobre la incomunicación urbana y la frialdad humana, donde ya no nos es posible distinguir a nuestro vecino, a nuestro o a nuestro padre, de una simple imitación perfecta de su apariencia exterior. El mismo mensaje que quería promulgar "La cosa" de John Carpenter, pero con un final que mejora notablemente la película del genio Carpenter. Absolutamente IMPRESCINDIBLE.

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